Semen en los templos

Con mi visita de ayer a la Catedral de Sevilla, ya son 33 las catedrales españolas y europeas en las que he logrado eyacular. Las catedrales siempre me han inspirado. Las catedrales y los edificios en general, las grandes construcciones arquitectónicas. Si el arte es, de algún modo, una forma ‘creativa’ de masturbación, la arquitectura sería la más salomónica y ambiciosa de las pajas. Siempre me fascinaron relatos como En la noche de los tiempos de Lovecraft, con su hipnótica descripción de las estancias donde moran los Antiguos, o El continuo de Gernsback de William Gibson, una rayada sobre la arquitectura fascista. Admito sentir sana envidia de aquellos que son capaces de imaginar y proyectar templos y grandes edificios.

Pero, por encima de todo, siento que la furia debe ser inherente a todo sentimiento, y un buen día decidí que ya basta de andar pavoneándose por ahí mirando los retablos. Ya basta de decencia impostada; era hora de pasar a la acción y dejar constancia de cuán inspiradoras –y peligrosas- pueden ser las grandes bóvedas y las cristaleras de colores para las mentes sensibles.

Os seré franco. No soy un superhéroe. He experimentado con varios modus operandi, pero las más de las veces acabo meneándomela discretamente por debajo del chándal, un chándal que ya se ha convertido en todo un uniforme. No siempre me corro a la primera, a veces se me pone fláccida y tengo que esperar, y unas cuantas veces me frustré y entré hasta dos o tres veces, en días consecutivos, hasta conseguir el ansiado líquido bautismal.

No me fue mal en Sevilla, porque fue una de esas veces en las que logré convencer a una tipa para que ejerciera la labor de prensar el miembro y extraer la leche. Siempre busco un perfil así alternativo, camisetas de grupos de música o pelis, pinta jipi o punki, gente que no se pueda escandalizar; hay que tener cuidado con las europeas que, según de donde vengan, son bastante modositas. En este caso concreto, tras reclutar a la chica e inspeccionar el edificio, pensé que el mejor sitio para el asunto era en alguno de los ventanales enrejados que hay en el largo pasillo escalonado que sube a la Giralda. Escogí uno de los que daba a la calle, y decidimos que yo me pondría frente a la ventana, de espaldas al pasillo, y ella delante de mí. Si lo hacíamos rápido, haciendo ver que nos estábamos liando mientras ella le daba brío, nadie tenía por qué vernos, es de mala educación curiosear junto a una parejita que se está besando. Y así fue. En realidad, la cosa nos coincidió con una expedición de esas de niños de EGB. Hubo uno que se asomó y, según mi circunstancial amiga, miró donde no tenía que mirar.

Yo no lo oí, pero también me dijo que el chaval corrió tras su grupo de amigos y gritó: “¡le estaba haciendo una paja!”. Tuvimos suerte porque debió ser uno de esos niños sobrados de imaginación a los que nadie hace caso. Quizá acertó a decir algo, pero nadie vino a comprobarlo. Al menos mientras permanecimos allí.

Ser eyaculador precoz a veces tiene sus ventajas. No me cuesta lanzar el rayo. Cuando me estaba llegando, le hice a la chica un gesto con la mano para que se apartara y me dejara contemplar la vista de la ciudad en el momento preciso, y el estallido se desparramó contra la ventana, dejando algo de savia en la reja. Enfundé rápido, con la punta aún chorreante, y subimos hacia arriba. Una vez allí, en el punto más alto, le pregunté a un guía hacia dónde quedaba Triana, por decir algo. Luego bajamos tranquilamente, no sin reparar en la mancha por el camino (ahí seguía) y nos fuimos. Le dije a la chica si quería venir a mi hotel un rato, pero puso pies en polvorosa.

Lo gracioso es que, las veces que se lo he propuesto a chicas, luego o antes tomamos algo, y siempre me empiezan con el rollo de que está bien, que es una crítica al catolicismo, que si performances, y yo siempre les digo que me la suda el catolicismo, que Jesús no está entre mis enemigos predilectos, que simplemente lo hago porque me da la gana.

Una vez me siguió un señor, en Toulouse, y le convencí para que me pajeara en la catedral. Le compré unos guantes de esos de lavar los platos. Esa fue de las veces que temí acabar en la cárcel y saliendo en los periódicos. Hecho el trabajo, empecé a correr y, como él no corría tanto como yo, le di esquinazo.

En Braga me pillaron in fraganti. Recuerdo que me saqué la mano de los bajos e intenté poner paz, le ofrecí la mano al tipo que me decía que me fuera. Le dije que lo sentía y tal, que era sin acritud, pero me echó de mala gana con unos improperios que debían ser la versión portuguesa del “a escupir a la calle”.

Alguna vez he intentado follar, sí, pero nunca lo he conseguido. Una vez lo intenté en unos bancos, durante una misa que tenía absorto a todo el mundo, y en una posición muy incómoda, pero ni yo ni aquella chica bajita de la falda de cuadros escocesa éramos contorsionistas, por no decir que yo soy directamente inepto. Se sentó encima de mí y intentamos ver como se podía hacer, por donde entraría y tal, pero lo dejamos por demasiado complicado.

El 8 de marzo y mis estanterías

Me despierto como a las nueve menos algo. Me levanto a las nueve y veinticinco, desayuno, descargo el lavaplatos y, como me queda media hora para el masaje, me pongo el capítulo de Girls que se me quedó a medias ayer. Desde el principio, porque soy maniático con eso de empezar cosas a la mitad. La verdad es que me está gustando esta temporada. Bajo a que me hagan el masaje; en la casa donde vivo hay también un centro de terapias, donde trabajan mi madre y mi hermano, y de vez en cuando Cati, esta chica que me hace un masaje semanal. También viene mi tía, los jueves. Le digo a Cati, por decir algo, que hoy es el día de la mujer trabajadora. “¿Ah, sí? ¿Es hoy?”, me dice. No se lo digo para señalar nada en concreto, lo digo, ya lo he dicho, se lo digo por decir algo. Además, tengo mis problemas con el adjetivo “trabajadora” (y con su homónimo masculino). Cada día es el día de algo y hay algunas celebraciones que son más oportunas que otras, pero, en lo que a mí respecto, prefiero que sea el día de la mujer, a secas. Últimamente he estado leyendo un librito que se llama La abolición del trabajo, de Bob Black, y creo que el tipo tiene bastante razón en unas cuantas cosas. Da igual, el caso es que el adjetivo me da como un retintín, yo soy más de Ignatius J. Reilly que de Henry Ford, por decirlo de forma simple. Cuando de alguien se dice que es “una chica trabajadora”, o “un chico trabajador”, a menudo la expresión suena como muy displicente, en plan de palmadita en la espalda o carta de recomendación o cosa que le dice un profesor a un papá o a una mamá. En fin, creo que ya me entendéis.

El caso es que después del masaje me pregunto si debería poner algo en las redes sociales sobre el dichoso día de la mujer (trabajadora o no: a Shoshanna, en Girls, la echan del trabajo). Personalmente, no creo que haya nada que celebrar. O sea, las cosas hay que celebrarlas o reivindicarlas o pelearlas cada puto día. Como dice alguien en Facebook: “Hoy todo el mundo es feminista. Mañana, vuelta a la jodida realidad”. Hay quien se pone serio, quien hacer ver que no pero es que sí, quien hace ver que sí pero es que no, los que ironizan sobre lo de hoy igual que esta tarde o mañana ironizaran sobre otra cosa, por sistema, y me temo que cuando haces las cosas al por mayor y sin una convicción o una voluntad concreta de decir o hacer algo de poco sirven. Aciertes más o aciertes menos. Hay quien necesita soltarlo, lo que sea, porque piensa (la gran equivocación del siglo XXI, en mi humilde opinión) que estar soltando cosas por la boca y por los dedos todo el rato es lo normal y deseable. Y no. Yo creo que no. Exprésense con moderación, por favor. No me refiero al tono, me refiero a la frecuencia. Ya sé que yo no soy nadie para pedir nada, pero bueno, ya lo he dicho. Y aquí estoy, contradiciéndome.

Me da por ir a mi habitación y buscar entre las estanterías algo que pueda servirme para decir algo. Al fin y al cabo, siguen sin salir los subtítulos del último episodio de Better call Saul. Es entonces cuando me doy cuenta, con una mezcla de culpabilidad y extrañeza, de la absoluta desproporción entre mujeres y hombres en la estantería, en detrimento de las primeras. Y me diréis que esto ya lo sabíais y es el pan de cada día, pero una cosa es saberlo o leerlo o que te lo digan, otra cosa son esos momentos en los que te dices a ti mismo: joder, esto no puede estar bien. En primera línea solo veo a Lydia Davis y a Poppy Z. Brite. En otra estantería, arriba, un libro de Dorothy Parker y otro de Melissa Bank. Un par de cómics de Gabrielle Bell. Carson McCullers, por supuesto, un cómic de María Herreros, una novelita de Simone de Beauvoir titulada Una muerte muy lenta y, medio disimulados, remetidos, varios números de El Problema (María Gallardo es El Problema). La mesilla de noche me tranquiliza algo más porque sobre ella está lo último que leí anoche, que son dos fanzines de Roberta Vázquez, y luego hay alguno de Conxita Herrero, Cómo se hace una chica de Caitlin Moran y en la habitación del ordenador tenía un librito de Ana Elena Pena y un número de Los archivos de Beauvoir, el 4, en el que precisamente cuentan que no quieren ser catalogados a la ligera como feministas y que ese número es en el que más hombres han participado. En otra mesa tengo un fanzine de Klari Moreno y en una repisa un libro de la Duras y un CD de PJ Harvey. Pero vuelvo a remirar las estanterías y nada, lo mismo que había antes. Por probar, saco algunos libros de la primera línea y por atrás aparece alguna más: Despentes, Darrieusecq, Wittkop. Bueno, ahí hay un montón de Agatha Christie, y uno de Highsmith. Decido que todo esto es una tontería, que de qué diablos me estoy examinando. Vuelvo a la habitación del ordenador y entre los DVD’s que se amontonan en varias repisas sólo encuentro a Kathryn Bigelow y a Mary Lambert. Y no voy a subir arriba a seguir buscando DVD. No sé muy bien lo que me ha ocurrido y, además, pienso que la paridad, cuando se intenta imponer de forma sistemática, deviene una parida. Esto es una constatación empírica burguesa de estar por casa, en serio, no pretendo realizar aquí aseveraciones de corte histórico. Pero es evidente que, entre mis libros y películas, hay mucho más material firmado por hombres que por mujeres. Aunque el otro día, en el GRAF, me agencié más cosas firmadas por mujeres que por hombres. Y nada, que no soy nada fan de ese tipo de frases o consignas o consuelos del tipo vamos a seguir luchando por cambiar el mundo aunque en realidad si que vamos a pelear, al menos un poco, para cambiar lo que podamos en nuestra parcela de mundo. Y las estanterías del futuro tendrán que ser, por ovarios, cada vez menos androcéntricas. No solo las estanterías, por supuesto. Lo que de momento puedo decir, y ahora hablo por mí y mi reducido ámbito de influencia, es que conozco a un montón de tías que están haciendo cosas ahí afuera y, espero, van a seguir haciéndolas.

Una apología del fuego: sobre ‘Querido imbécil’

Escribir sobre cosas de amigos es tarea peliaguda. Uno nunca se puede quitar de encima la sospecha de estar haciendo esto porque el otro es tu amigo. Y no hablo únicamente del resto del mundo. Yo mismo me pregunto lo que sentiría, lo que escribiría, si tuviera que escribir sobre Querido imbécil sin conocer, desde hace como quince años, a Pablo Vázquez, su guionista. Si, encima, la obra de teatro en cuestión es una sátira frontal, virulenta y descarnada de las relaciones entre personas, de algunas relaciones entre personas, y muestra un episodio de violencia de género, infligido por una mujer a un hombre, habrá quien, sin más dilación, sin leer una palabra más, sin plantearse ver la obra, habrá empezado ya a emitir su veredicto. Vale. Anoche, viendo un rato el debate entre los candidatos a presidente del gobierno (tres candidatos y una vicepresidenta del gobierno, para ser más exactos) me sorprendió la envarada celeridad con la que, preguntados por medidas a tomar contra la violencia de género, los cuatro despacharon el asunto, exceptuando esa especie de alegato trasnochado que se marcó Sáenz de Santamaría, queriéndose cómplice de las adolescentes españolas. Que por un lado piensas que está bien, ese consenso, que hay cosas de sentido común, pero por el otro te inquieta recordar que hay temas tabú y que hay temas en los que salirse un milímetro de ciertos discursos está penalizado con tarjeta roja ya de entrada. Ellos, como políticos y aspirantes que son, saben que no les conviene decir nada que se salga del guión, que por ahí no van a conseguir votos. Pero una cosa es la política y la otra es el humor, y además ninguno de los implicados en esta obra de teatro está aquí para ganar las elecciones.

Hablemos de la obra. Empecé a verla teniendo un problema y es que no oigo demasiado bien. No es que esté sordo, pero vaya, tengo algo de pérdida, y cuando empezó me di cuenta de que no iba a oírlo todo, que se me iban a escapar, aquí y allí, palabras. Pensé en cambiarme de sitio pero al final me quedé donde estaba porque vi que tampoco era tan grave. Querido imbécil funciona a modo de irado surtidor de gags, gags como bofetadas dadas con toda la intención de noquear y de incomodar. Decían a la salida sus responsables que esta función había quedado como muy bronca, muy cruda, que había otras que salían más divertidas, y además se nos escatimó un monólogo final de Mariu Bárcena, una de las tres intérpretes, que, según afirman los que sí lo han visto, ayuda mucho a contextualizar y a entender algunas cosas. Mi experiencia personal con la obra fue la de sentirme raro, raro como de no saber qué hacer con todo eso, cómo sentirme, cómo responder, cómo reaccionar al hecho de que hubiera cosas que me hacían gracia pese a saber que estábamos asistiendo a una situación la mar de jodida. Y no dejaba de encontrarlo todo muy anecdótico, gratuito en el sentido de ver cuantos requiebros insanos se le pueden dar al lenguaje, a las embestidas de la una (una Belén Riquelme rotunda) y a los palos de ciego acobardado del otro, el personaje interpretado por Álvaro Lafora. Y a la deliciosamente salvaje tortura telefónica a la que es sometido este personaje cuando le da por empezar a llamar al teléfono de atención a las víctimas de la violencia de género.

Luego salimos y hubo a quien no le había gustado nada y a quien sí le había gustado y terminamos en un bar, hablando del asunto, hablando de verdad o, como mínimo, intentándolo. Y si hablamos fue precisamente porque esa persona a la que no le había gustado nada, que resulta que es una buena amiga, lo puso sobre la mesa, lo soltó y todos nos terminamos soltando un poco y bailando desde las respectivas posiciones donde estábamos sentando, reconociéndonos los unos a los otros. No fue hasta la tarde siguiente, paseando sin rumbo por Madrid, que empecé a recordar la obra y a ver que detrás de ese torrente de mezquindades asaeteadas sin piedad había dos personajes, básicos e hiperbolizados, llevados al extremo, pero dos personajes en los que pueden reconocerse dos seres humanos ninguno de los cuales está preparado para el otro. Pensé, con una mezcla de vergüenza y alivio, que yo alguna vez también me he dejado maltratar, también me han zarandeado de mala manera y me han pedido, en efecto, que devuelva los golpes. Y no es que haya obrado de una manera o de otra por ser más o menos estúpido o incapaz sino por creer que era lo correcto, que igual así llegábamos a algún sitio. Y no sé, no pretendo exculparme ni justificar mi simpatía por la obra sino tratar de explicar de qué manera se ha relacionado conmigo. Creo que nos dan miedo las palabras. Cada vez más. Creo que nos cuesta decir ciertas cosas no sea que se vayan a hundir otras. Creo que Querido imbécil no hace apología de nada ni perpetua nada, ningún estado de las cosas; a lo sumo lo que hace es ofrecer un reflejo, deforme y sangrante, pero reflejo al fin y al cabo de eso que una vez se llamó guerra de sexos y ahora ya no tiene nombre porque no nos gustan nada las guerras y además hemos perdido los papeles y no tenemos demasiada idea de dónde estamos ni de cuál es nuestro rol. Y diría que esto es bueno, que el suelo tiemble bajo nuestros pies y empecemos a reubicarnos.

Y no tengo mucho más que decir al respecto, como no sea que sería ridículo que, ante una propuesta como Querido imbécil, saliéramos de la sala como si nada, encantados de la vida o algo así. Que si hay que enfadarse, nos enfadamos, y si hay que hablar, hablemos. Pero no nos parapetemos detrás de las palabras. De las que se pueden decir y de las que no. De las que duelen más y de las que duelen menos. La violencia es dolorosa siempre. La violencia es una mierda. Pero para eso están algunas ficciones, para desarticular las miserias del mundo real, para reducirlas a harapos, para que nos preguntemos cosas y para que pataleemos y gritemos y nos planteemos muy en serio nuestra obligación moral para con los demás, la obligación moral de estar, siempre que se pueda, (muy) por encima de esos arquetipos terribles que Norberto Ramos del Val y su banda ponen sobre las tablas del Teatro Alfil, en el corazón de Madrid. Arquetipos osados, sí; arquetipos deleznables, quizá —la palabra DELEZNABLE le gustaba mucho a Claudio Buenafuente, va por ti, maldito—, pero eso ya nos lo esperábamos un poco los que sabíamos de qué va la cosa. Yo nunca sé del todo qué pensar, en esas estoy siempre, pero como le decía el otro día a Pablo, sería harto saludable que fuera mucha más gente a ver la obra, y que se indignaran mucho y que quemaran el teatro si hace falta, como en las auténticas revoluciones, porque entonces igual significaría que se lo toman realmente en serio y si somos capaces de quemar un teatro también podemos quemar la Moncloa un día de estos o echar a patadas a sus inquilinos si las cosas se ponen realmente mal. En fin, que no me toméis muy en serio, ya sabéis que estoy mal de lo mío. Buenas tardes.

A Querido imbécil le quedan, creo, cuatro telediarios. Ni uno más. Los miércoles de diciembre, a las 22:30, en el Alfil, en la calle Pez, en Madrid.

«Nada es absolutamente de esa forma»

No tengo intención alguna de hablar de lo que ha pasado y sigue pasando en Madrid, en su Ayuntamiento de Madrid —y no solo allí, estas cosas ya han pasado antes y van a seguir pasando. Es decir, me parece una locura, por muchas razones, y tengo opiniones al respecto, creo que algo fundadas. Fundadas, quizá, en lo que suele fundamentar mis cosas, mis actos y mis pensamientos: la duda. El pensar que tanto puedo estar en lo cierto como estarla cagando a lo grande. Pero diré que Guillermo Zapata cuenta con todo mi apoyo. Y también lo tiene Rita Maestre, otra edil de Ahora Madrid, a quien parece que ahora le piden un año de cárcel por no sé qué ofensa religiosa. Pero ya se ha escrito y dicho bastante al respecto, y no creo que las letras que yo pudiera juntar, desde mi humilde butaca giratoria, añadieran gran cosa al asunto.

Lo que ocurre es que todo esto, que es un poco de ciencia-ficción, reconozcámoslo, me ha recordado un texto que leí hace tiempo y me pareció muy lúcido y acertado e incluso hermoso y aplicable a tantas otras cosas. Era una especie de epílogo jocoso a la novela de Philip J. Farmer, «La imagen de la bestia» (1968), una fantasía pulp loquísima cuyas dos entregas deben figurar, con toda seguridad, entre lo más bizarro y peculiar que ha publicado la editorial Anagrama. El epílogo, o post-scriptum, lo firma el también escritor Theodore Sturgeon, y voy a consignar a continuación la parte del mismo que encontré más significativa. Para los fetichistas de la página impresa y los que quieran leerlo todo, adjunto también las páginas del libro, escaneadas. Es un texto más sentido y visceral que de razonamientos en frío, es, al fin y al cabo, Sturgeon homenajeando a Farmer, pero también es un texto sobre la intolerancia y la estrechez de miras y el ser estúpido o no serlo y, qué diablos, me apetece compartirlo aquí y ahora.

Mirando la Wikipedia me he topado con algo que llaman la Ley de Sturgeon y también me ha gustado: «Nothing is always absolutely so» (Nada es absolutamente de esa forma).

Habla, pues, a partir de ahora, el señor Sturgeon:

«Existe un vasto número de personas honestamente simples que pueden, sin ninguna duda, definir:

la pornografía

la ciencia-ficción

Dios

el comunismo

el bien

la libertad

el mal

la paz honorable

la libertad

la obscenidad

la ley y el orden

el amor

y pensar, y actuar, y legislar, y en ocasiones llevar a la hoguera, en­carcelar y matar sobre la base de sus propias definiciones. Estos son los Etiquetadores, y son, sin excepción alguna, la fuerza más letal y destructiva con la que jamás se haya enfrentado especie algu­na sobre este planeta o cualquier otro, y voy a explicarles con sen­cillez y claridad el porqué.

La verdad pura y simple no es fácil de encontrar. Virtualmente todo aquello que tiene apariencia de verdad es susceptible de ser puesto en duda y modificado. «El agua corre colina abajo.» ¿A qué temperatura? ¿Dónde? ¿En una cápsula Apolo o en el extremo de entrada de un sifón? «Las faldas son para las muchachas.» ¿Le gus­taría a usted hacer frente a un batallón de la Black Watch con sus kilts o a una compañía de los rudos evzones griegos (llevan hasta puntillas en sus faldas)? «E=MC2», según palabras de la ebúrnea deidad de lo relativo, Albert Einstein, «puede ser, al fin y al cabo, tan sólo un fenómeno local».

La letalidad destructiva inherente al Etiquetaje, surge del hecho de que el Etiquetador, sin excepción alguna, prescinde de la más básica de las características del universo —el devenir—: es decir, el flujo y el cambio. Si se detiene a pensar (cosa que no entra dentro de sus hábitos), el Etiquetador se ve obligado a admitir que las rocas y las montañas cambian, que los planetas y las estrellas cambian, y que no se han detenido como consecuencia del fenómeno puramente local, e infinitesimalmente pequeño, de que él esté aplicando una Etiqueta en este lugar, en este momento del tiempo.

El devenir resulta más evidente en aquello que llamamos vida que en cualquier otra área. No basta decir que las perspectivas cambian; se debe ir más allá y afirmar que la vida es cambio. Aque­llo que no cambia es una aberración respecto a las leyes más básicas del universo; aquello que no cambia no está vivo, y en presencia de aquello que no cambia, la vida no puede existir.

Es debido a esto que el Etiquetador resulta letal. El es la mano muerta, suya es la orden ¡Deteneos!, él es el amigo de la muerte, el enemigo de la vida. No siente deseos, no puede enfrentarse a las cosas como realmente son: móviles, fluidas, cambiantes; desea que se detengan.

¿Por qué?

Creo que obedece a un deseo perfectamente normal de seguridad. Quiere sentirse seguro. No se da cuenta de que ha confundido la esta­bilidad con el estatismo. Tan sólo si todo se detuviera, tan sólo si el hoy y el mañana fueran exactamente iguales al ayer (jamás escruta de forma realmente cuidadosa el ayer, ¿comprenden?, de forma que cree que ayer todo estaba inmóvil y en paz y conforme a la ley, lo que obviamente es falso) podría sentirse realmente seguro. No se da cuenta de que se ha vuelto contra la vida y a favor de la muerte, que está inmerso, de hecho, en una especie de suicidio, tanto para sí mismo como para su especie. No se da cuenta de que, en el san­tuario de la iglesia de su elección, cualquier mañana de domingo (o sábado) podrá ver a respetables matronas enfundadas en vestidos que hubieran estado prohibidos no sólo en las calles sino incluso en las playas, en un período que aún pueden recordar los feligreses de más edad. Ha olvidado que, hace tan sólo unos pocos años, algo semejante a un terremoto cultural arrolló a la especie humana, porque Clark Gable, interpretando a Rhett Butler, dijo «Maldición» en una película. Ignora toda evidencia, toda verdad, su tarea es Etiquetar; y es absolutamente letal, de modo que ¡ojo con él!«.

Y esto será todo por hoy. Buenas noches.

Ah, y los enlaces a las páginas escaneadas:

Pág 1

Pág 2

Pág 3

Sobre ‘El ente’ y mis minutos de gloria paranormal

A mí casi nunca me ha pasado nada del otro mundo. Quiero decir que el otro mundo no ha puesto demasiado empeño en comunicarse conmigo. Que yo sepa. Alguna vez me han pasado cosas raras, casualidades, simetrías inesperadas, pero esas no precisan de razonamientos fantásticos para ser comprendido. De niño, como creo que nos debió ocurrir a la mayoría de los niños y adolescentes de este mundo, alguna vez en unas colonias o una fiesta de cumpleaños alguien insinuó que tenía una Ouija y que podíamos probarla. Pero yo nunca me apunté. A veces la Ouija simplemente desaparecía, como si nos lo hubiéramos imaginado, como si nadie hubiera sugerido jugar, como si en realidad ni siquiera esa tabla de madera con letras existiera. Y las otras, cuando la Ouija era real, a mí me daba como respeto. Pensaba que era mejor no tentar a los espíritus. Una noche que tenía los ojos irritados, creí ver materializarse ante mí, a unos metros, una figura en batín que se parecía algo a mi madre. Al día siguiente se lo dije y ella hizo venir a un exorcista del pueblo vecino que por entonces estaba muy de moda, para que purificara las tres plantas y el garaje de casa. Pero esa es otra historia. Sin embargo, creo que tiene que haber algo ahí fuera. Yo diría que no creerlo es aburrido y además ciertamente cínico. Hay muy pocas cosas del mundo que comprenda realmente, y no me parece nada descabellado que existan otros planos de la existencia. A algún lugar tienen que ir los que se mueren y los que se pierden. Pero también creo que esas cosas, la mayor parte de las veces, son sibilinas e incomunicables, no están a la vista de todos, no están a la vista de nadie. No suelo tragarme los relatos aparatosos de posesiones, encuentros con entidades extraterrestres y apariciones. Intuyo que existe un alto grado de sugestión en esas cosas, y una necesidad, un querer creer como Mulder que quería creer que su hermana estaba en algún lugar al que se podría acceder llegado el momento. Tampoco pongo la mano en el fuego. No pongo la mano en el fuego por casi nada. Sólo por algunas personas.

Pero una vez sí me pasó algo. Es a lo que llamo mis minutos de gloria paranormal. Es una de las poquísimas cosas de mi vida para las que aun hoy no tengo una explicación coherente, y a veces me acuerdo de aquella noche. Es sencillo de contar: estaba durmiendo, con mi hermano al lado, y de repente me despertó un estruendo. Eran golpes sordos y machacones, como si alguien estuviera aporreando la puerta de la habitación, que estaba cerrada, con un hacha u objeto pesado. Eran golpes que, y esto os lo aseguro, hacían imposible dormir. Pero mi hermano estaba durmiendo tranquilamente. Primero no supe qué hacer, esperé a ver si paraba. Miré a mi alrededor, miré a mi hermano, acabé por llamarle y despertarle pero él no pareció darse en absoluto por aludido. Me dijo que volviera a dormirme. O sea, que sólo mi cabeza estaba produciendo aquellos ruidos horribles, extrañamente rítmicos. Finalmente, me armé de valor, fui hasta la puerta y la abrí. Los golpes cesaron cuando la puerta estuvo abierta. Caminé hasta la habitación de mis padres, al otro lado del piso, que entonces era un piso y no una casa, y le conté a mi madre lo que había ocurrido. Ella tan sólo dijo: “será el viento”, algo así. Al día siguiente se lo conté a un amigo que tenía al que le gustaban estas cosas, creo que por él me enteré de historias como eso de las caras de Bélmez, y me preguntó si al abrir la puerta había percibido como un vientecillo, una estela que se alejaba, un movimiento, y le dije que sí. Le dije que sí porque entonces pensé que sí, que algo así había sido, un aire frío que reptaba escurridizo al nivel del suelo, no sé si fue la sugestión o el querer encajar las cosas, pero le dije que sí y la cosa, en general, se quedó ahí. Lo de la figura en batín fue años más tarde, ya en la otra casa, y no lo pongo en el mismo saco porque pienso que cuando estás medio dormido y tienes los ojos irritados y es de noche, la luz tiende a jugar malas pasadas. O simplemente crees que estás consciente pero estás medio regresando de un sueño.

Hasta aquí mi regreso al pasado y al estruendo inexplicable. El otro día asistí a la primera sesión privada del Club Phenomena, una sociedad exclusiva que la gente del cine Phenomena ha creado para los visitantes más asiduos y entusiastas del cine. No me detendré a contar qué es Phenomena aquí, la verdad es que no tengo tiempo. El caso es que era una sesión sorpresa, de las de verdad, no como cuando en la parrilla de Sitges te ponen eso de película sorpresa pero en el periódico de la mañana ya te viene la película que van a poner. Hacía tiempo que no me metía en un cine sin tener ni idea de la película que iba a ver y eso es bonito. Bueno, teníamos algunas pistas y yo ya sospechaba que podía tratarse de El ente (Sidney J. Furie, 1982), pero saberlo, saberlo, no se supo hasta que se descorrió la cortina y empezó la película. No la había visto nunca, aunque la tengo en DVD. A los pocos minutos, cuando ya se han sucedido a gran velocidad los créditos y Carla Moran (Barbara Hershey) está por irse a dormir, un cojín sale disparado contra sus morros, tumbándola en la cama, y empieza a oírse un estruendo, unos ruidos machacones, rítmicos, como puñaladas amplificadas que desgarraran el espacio y el cuerpo de Carla Moran. Os juro que para mí fue como un reencuentro: los ruidos eran lo más parecido que he oído nunca a aquellos golpes que perturbaron mi sueño durante unos minutos una noche lejana de mi infancia. Y he visto muchas películas de terror y he estado alguna vez en discotecas y nunca había tenido esa sensación. Además, al principio tenía la duda de si esos golpes atronadores los estaba oyendo también Carla Moran o estaban fuera de la película, es decir, que sólo los oíamos nosotros como parte de la banda sonora. Luego, la segunda o tercera vez que los ruidos vuelven, Carla la pregunta a sus hijos si han oído eso, y ellos no parecen darse por aludidos. Su hijo mayor comprueba una cañería debajo de la casa y concluye que el ruido venía de ahí, aunque los que hemos oído el maldito ruido sabemos que era algo mucho peor.

Parece que, conforme avanza la película, los ruidos se pierden. No siempre acompañan los ataques de la entidad que tortura a la pobre Carla Moran, cuyo caso resulta que está basado en hechos reales y documentados. Pero yo ya no pude dejar de pensar en la locura de haberme encontrado con esos ruidos, tan parecidos a los que yo oí, en una película de terror. A mí, sin embargo, no me violó nadie: habría sido una forma curiosa de perder la virginidad. A una edad quizá demasiado temprana. De pequeño no me dejaban ver películas de terror. Y tampoco las buscaba porque tenía miedo. Mis amigos hablaban de Freddy Krueger y de Jason y de intestinos que se desparramaban y a mí me daba pavor enfrentarme a esas imágenes. Luego no sé qué pasó que perdí el miedo, aunque tardé como diez años más en estar preparado para ver Nekromantik (Jorg Buttgereit, 1987). Pero estos días he fantaseado con que, quizá, por la época en la que me pasó eso de los ruidos, El ente se pasó por televisión, o mis padres la alquilaron, y yo quizá la vi de refilón, o ni siquiera la vi, sólo oí los golpes, y de algún modo esos golpes quedaron como almacenados en mi cabeza para reproducirse en aquél preciso momento, aquella noche. Sigue siendo extraño, porque cuando sueñas normalmente el sonido no se amplifica tanto, no te impide dormir, diría que en los sueños no oyes las cosas, no te llegan por los oídos, sino que las percibes, tu cerebro te las traduce. Creo que tampoco he avanzado mucho en mi camino hacia la comprensión, porque mi desconcierto no era tanto con el ruido en sí como con el hecho de que ni mis padres ni mis hermanos lo oyeran, siendo como era un sonido tan machacón e insistente. Nunca más he vuelto a oír golpes ni voces en mi cabeza, y cuando te conviertes en alguien que escribe y reinventa las cosas que pasan hay veces en que te vuelves un poco loco y llegas a imaginar que igual nada de eso llegó a ocurrir, que te lo imaginaste, que fue un recuerdo implantado vete a saber cómo, pero luego recuerdo los golpes y el miedo, que no fue un miedo desbocado pero sí palpable, y me digo que no, que por más que me moleste el hecho de no comprender, eso ocurrió y sigue estando ahí.

Esto no es una crítica de ‘Ex Machina’ (Alex Garland, 2015)

Empezaré por confesar que a lo largo de mi vida he ido a muchos pases de prensa de películas y luego no he escrito nada sobre lo que he visto. Últimamente intento ir sólo si sé que alguien me va a publicar lo que escriba. Pero antes no tenía tan en cuenta este aspecto. No sé si queda feo decir esto; se supone que vivimos y operamos en un mundo de apariencias en el que todos somos muy buena gente y hacemos lo que es debido. Y cuando no, pues se hace la vista gorda. Quiero decir, que tú te haces la vista gorda a ti mismo. Quiero decir que piensas que la próxima vez lo harás mejor.

Tampoco tengo inconveniente en decir que he escrito, algunas veces, textos que no valían gran cosa sobre películas vistas en pases de prensa. Soy consciente de ello ahora y lo era casi siempre cuando se los mandaba a las personas que tenían que publicarlos. Tampoco sé si queda feo decir esto otro: la gente de los medios para los que escribo o escribí en el pasado saben, y si no lo saben se lo digo ahora, que siempre trato de hacerlo lo mejor posible. A veces me preocupa usar demasiado, en mis textos, palabras como “creo” o “quizá”. Quizá es que estoy instalado en la duda permanente y a veces me pregunto si las demás personas lo están también. No siempre lo parece. Hay quien parece tenerlo todo muy claro. El otro día hablaba con un amigo sobre varias películas y le decía que, a veces, no estoy seguro de haber sido todo lo generoso que podía ser con esta u otra película. Sea por cosas de prejuicios, por cansancio o por simple negligencia, o porque no tienes el día, por lo que sea, a veces no les prestas suficiente atención a las películas. Y yo pienso que a las películas hay que prestarles atención. Mi amigo me dijo que tuvo esa misma sensación de no haber puesto de su parte días atrás, viendo otra película, y que, en todo caso, estaba bien pensar o decir eso, porque la mayoría de la gente no lo dice. Terminan de verla y parecen tener juicios muy sólidos y formados. Confieso que a veces siento envidia de esos juicios sólidos y formados, que no contemplan los “creo” y los “quizás”. A veces pienso en decir algo en Twitter sobre alguna película o alguna movida, pero también pienso que diré algo que ya se ha dicho antes o que no tengo las palabras exactas para decir lo que quiero decir en tan poco espacio. Me invade como un rubor, será que con los años me he vuelto escrupuloso. La inmensa mayoría de los textos sobre cine, sobre todo en los medios más, digamos, convencionales, son unidades de sentido que no contemplan las grietas o las dudas o las preguntas. A mí me gustan los otros, los que se hacen preguntas o te las generan.

Todo esto viene porque el pasado lunes fui a un pase de prensa a ver la película Ex Machina (2015), debut en la realización del inglés Alex Garland, tras escribir algunas novelas y firmar los libretos de filmes que no estaban mal como 28 días despues… (Danny Boyle, 2002), Nunca me abandones (Mark Romanek, 2010) o Dredd (Pete Travis, 2012). Y después de verla, me ocurrió que me daba mucha pereza escribir sobre ella. Porque no me había dicho gran cosa y, además, sentía que quizá había decidido que no me gustaba demasiado pronto. Llevo cuatro días pensando que trataré de escribir algo sobre la película y resistiéndome a ello al mismo tiempo. Últimamente trato de escribir sobre todas las películas que veo en pases de prensa, sé que es así como debería ser, pero, si os soy sincero, fui a ver Ex Machina porque el día y la hora me venían bien y no tenía nada mejor que hacer. Nadie se ofreció a publicarme un texto sobre la película. Tampoco pregunté mucho. Y ahora siento que igual no debería haber ido. Que no me aportó gran cosa; es posible que a veces me pase de exigente o le pida demasiado a las cosas y a las películas. Tampoco debería haber ido a ver Birdman, una película mediocre, pero esa es otra historia, además me habían encargado el texto, y por lo que a mí respecta ya se terminó y no quiero volver a oír hablar de eso. Pero como sí que fui a ver Ex Machina, siento que algo tenía que decir sobre ella.

Empieza a dolerme la barriga así que cortaré aquí la transmisión: no está mal, está bien, todo tipo de expresiones neutras sirven para definir mi experiencia (que no la vuestra) con la película de Alex Garland. Como le dije a dos personas que me preguntaron, encontré su puesta en escena algo anodina y letárgica, y no en el buen sentido. Tiene algunas ideas que no están mal, pero quizá su problema sea que es una película demasiado de ideas, como de laboratorio, de poner a unos personajes en un lugar y hacer que ocurran ciertas cosas. No deja de ser la clásica historia de traición y decepción, con la particularidad de que uno de los personajes involucrados es una inteligencia artificial. Femenina. Leída como el relato de un empoderamiento femenino, tiene su gracia. Pero la manera de contar ese relato me dejó algo frío. Sólo era eso. Bueno, hasta aquí mi pequeña confesión. Lo siento. Trataré de no escribir sobre películas que no me motiven a escribir o a las que no les preste la atención debida, aunque en ocasiones inevitablemente tendré que hacerlo en base a compromisos con gente.

Reminiscencias sitgetanas #2: Tusk (Kevin Smith, 2014) / Persiguiendo a Amy (Chasing Amy, Kevin Smith, 1997)

 

Holden: I’d like to get back to doing something more personal, like our first book.

Alyssa: Well, when are you gonna do that?

Holden: When we have something personal to say.

(fragmento de una conversación, en Persiguiendo a Amy)

 

Era el último día de Sitges 2014. Había quedado para pasear y cenar con mi hermana y luego tenía que asistir a una fiesta, por lo que descarté ver Tusk, el último largometraje de Kevin Smith. Hace mucho tiempo que el cine de Smith ya no me dice nada, y me doy cuenta de que ni siquiera podría precisar cuándo fue, exactamente, que me dijo algo. Le tengo una de esas simpatías irracionales que, intuyo, data de cuando, en mi adolescencia, Mallrats (1995) se veía mucho en casa de mi mejor amigo de entonces. La última vez que vi Clerks (1994), cuando la Filmoteca de Barcelona aun estaba en el Aquitania, ya me resultó poco más que una mera anécdota. Su segunda parte, que data de 2006, era apreciable aunque ya no me acuerdo de nada. Confesaré, no sin algo de rubor, que derramé alguna lágrima al morir el personaje de Jennifer Lopez en Jersey Girl (2004), una película que vi en un cine de Madrid y no estaba tan mal. Pero es que yo a veces lloro por las cosas más peregrinas.

Lo que resultaba francamente difícil de imaginar, siguiendo la trayectoria del de Nueva Jersey, era que, de repente, se pasara al cine de terror. Parecía una de esas anomalías que sólo se observan en los universos paralelos y en los sueños, hasta que Red State (2011), su filme sobre una secta cristiana armada hasta los dientes y liderada por un vitriólico Michael Parks, aterrizó en la sección oficial de Sitges ’11 para llevarse los premios a Mejor Actor y, ahí es nada, Mejor Película. A mí no me interesó demasiado. No es la película de la que quiero hablar aquí, pero diré que la encontré algo apelmazada y constreñida: por primera vez en su trayectoria, Smith se atrevía a tocar temas graves como el fanatismo religioso o la negligencia interesada de los que se supone velan por nuestra seguridad, y se le notaba un poco entre la espada y la pared, queriendo hacer una película política respetable que, al mismo tiempo, resultara chocante y divertida. A mí me funcionó igual que me funcionaría una crónica periodística voluntariosa pero no demasiado buena: leída (o vista) y olvidada.

Y ahora es cuando os digo lo que quizá debería haberos dicho nada más empezar este texto, ya que es la razón principal de que esté escribiéndolo: simplemente ocurrió que el domingo pasado vi Tusk, que vendría a ser su segunda incursión en el cine de terror, y lo pasé muy bien. Me supo mal habérmela perdido en Sitges, porque responde exactamente al perfil de locura desmadrada, podemos llamarla grindhouse incluso, que uno va a buscar a las madrugadas del festival. Y es que, una vez liberado del yugo de los “temas graves” que pesaba sobre Red State, Tusk transmite mucho más esa sensación de desinhibición salvaje que debería estar en la médula espinal de toda película que aspire a conquistar las madrugadas de los festivales de cine de terror y, por ende, las madrugadas de todos esos cultos secretos que de vez en cuando se reúnen para ver películas de terror. Esa desinhibición se percibe no sólo a través de la grotesca historia que se nos cuenta, sobre la que es mejor no saber demasiado, sino también en lo narrativo: Smith nos sorprende con delirantes flashbacks en blanco y negro e incluso se permite, por ejemplo, volver a una escena que ya hemos visto antes modificando parcialmente el diálogo de la misma, como si estuviéramos viendo una toma alternativa de la misma. Y en el que para mí es el mejor corte de montaje de la película, los ojos del joven protagonista se cierran e intuimos que la siguiente imagen que veremos será la que dé comienzo a su calvario, pero en vez de eso retrocederemos en el tiempo, a una reveladora conversación de cama. Una conversación que, de una extraña manera, podría conectar Tusk con la mejor obra de su director: Persiguiendo a Amy.

Tras ver Tusk, me apeteció rebobinar en la filmografía de Smith hasta la película que más me había gustado de él, que no era otra que Persiguiendo a Amy. Quería refrescar mis juicios e impresiones respecto al autor de Dogma (1999). Mientras la estaba viendo, hubo algunos tramos en los que pensé que estaba demasiado escrita, aunque cuando terminó entendí una cosa: que el verdadero proceso de aprendizaje de Holden McNeil (Ben Affleck) en el filme ocurre íntegramente durante una elipsis, la que tiene lugar entre la crucial escena del sofá y el epílogo en la convención de cómics, un año después. Entendí que Persiguiendo a Amy trata sobre un tipo, Holden, que no se entera de nada aunque se lo expliquen todo, y que el mismo director y guionista de la película, como él mismo explica en este texto que escribió cuando Criterion añadió la película a su selecto catálogo de DVD, fue una vez alguien muy parecido a Holden.

Joey Lauren Adams (Alyssa, la protagonista femenina de Persiguiendo a Amy) me emociona en esta película. Cuando habla; cuando canta; cuando se desgañita gritándole a Holden, o cuando, en la escena del sofá, no puede ni mirarle directamente a la cara. Siempre parece que mire un poco hacia un lado, porque no quiere oír las estupideces que él va a decirle. Esto no lo entendí; esto lo sentí, que es una forma algo distinta de aprehender las cosas.

Me llamó la atención, también, la conversación que he reproducido al inicio del texto, en la que Holden le dice a Alyssa que está esperando a tener “algo personal que contar” (utiliza el we porque se refiere a él y a Banky, su inseparable escudero). En los créditos finales de la película, en la sucinta sección de agradecimientos, Kevin Smith nombra precisamente a una tal Joey, a quien le agradece precisamente el haberle proporcionado “algo personal que contar”. Até cabos, investigué en Internet y confirmé que “Joey” era, efectivamente, la misma Joey Lauren Adams, con quien Smith salía entonces. Persiguiendo a Amy resulta, prácticamente, una confesión, o un exorcismo, como explica el director en el texto de la página de Criterion Collection. Pero si proyectamos hacia el futuro esa conversación, y el consiguiente agradecimiento de Smith a Lauren Adams en los créditos, cabe preguntarse, mirando su filmografía posterior, si el cineasta sigue teniendo cosas personales que contar. Si sigue teniendo material para hacer una película tan franca y hermosa como Persiguiendo a Amy.

Volvamos ahora a Tusk. En la conversación de cama que mencionaba antes, la que el protagonista de la película rememora antes de abrir los ojos al horror, su novia le está reprochando que ya no sea el de antes, que haya perdido un poco lo que, a ojos de ella, le hacía especial. No sabemos muchas cosas sobre lo que hacía antes, era cómico o algo así, pero ahora es un podcaster que se dedica a hacer reportajes sobre freaks de Youtube y demás movidas de esas que ocurren en las catacumbas de Internet. Movidas que no deberían importarle mucho a casi nadie pero que, en realidad, generan muchos tuits y muchos Me Gusta. Resulta que, a su vez, la premisa de Tusk surgió de un podcast en el que Smith y su viejo amigo y colaborador Scott Mosier hablaban sobre un tipo que había puesto un anuncio en Internet ofreciendo alojamiento gratuito a quien aceptase disfrazarse de morsa. ¿Es osado pensar que, a través de esa conversación de alcoba, Smith esté otra vez haciendo terapia, ironizando sobre su propio devenir como cineasta, lejos ya de su zona de confort en Nueva Jersey, buscando la manera de reinventarse? De hecho, según como se aborde, a veces el cine de terror también puede erigirse en todo un refugio para cineastas perdidos, en busca de nuevos caminos y nuevas historias, ya que es, o debería ser por antonomasia, el género que se presta más a las máscaras y a la transgresión de códigos y límites.

Es cuanto menos significativo que alguien que concibió su película más perdurable (me refiero a Persiguiendo a Amy) como una operación a corazón abierto, volcando una parte de su aprendizaje vital en el celuloide, ahora deba parapetarse detrás de extremistas locos y amigos de las morsas. No sé si Kevin Smith sigue teniendo algo personal que decir. De momento, si trae a Sitges algún otro chiste demente del estilo de Tusk, intentaré echarle un vistazo. Aunque no me vaya a hacer llorar ni me ponga cara a cara con un rostro que me emocione, como el de Joey Lauren Adams en Persiguiendo a Amy.

Reminiscencias sitgetanas #1: Rhinoceros eyes (Aaron Woodley, 2003) / Tony (Gerard Johnson, 2009)

Llevo ya unos cuantos años viendo películas en Sitges, algo más de trece desde que una tarde de octubre de 2001 me interné por vez primera en el Retiro para ver Pulse (Kaïro, Kiyoshi Kurosawa, 2001). Pero han sido también muchas las películas del festival que se me han escurrido de entre los dedos, por incompatibilidades horarias o del tipo que fueran, o por haber caído directamente en la inconsciencia, en las garras del sueño, como le ocurre a menudo a la grácil Jacqueline en Judex, víctima constante de inyecciones somníferas y todo tipo de accidentes. Llevaba tiempo cavilando la idea de iniciar una especie de viaje alucinante alrededor y hacia dentro de estos trece años de Sitges, recuperando películas que, cuando se terminó el festival, me dije que vería tan pronto pudiera pero nunca lo hice. Y revisando otras que me gustaron pero ya no recuerdo mucho. La idea es tener una excusa para escribir a menudo. ¿Cada semana, cada mes? Ya veré; no tengo por costumbre ser constante, pero lo intentaré, porque ahora mismo, sentado en el Burger King de la T2 del aeropuerto del Prat esperando un avión, me apetece. Y el ejercicio quizá también sirva para hacer más llevaderos los once meses que restan para que vuelva el Festival.

Hace algunas semanas, mi amigo Javi constataba en Facebook que habían pasado diez años desde que terminó de rodar su primer largo, La consulta del doctor Natalio. Era la primera vez, también, que él y yo nos veíamos en persona. Un importante contingente gallego desembarcó, por tierra y por aire, que no por mar, en la ciudad que algunos todavía llaman la Blanca Subur. Fue el año de The Birthday, otra película que quizá algún día pase por aquí; de Izo o Takashi Miike machacándonos el cerebro a katanazos; de las setas alucinógenas, y de Rhinoceros Eyes, una rareza oculta en Noves Visions que no sé si vio mucha gente pero que a nosotros, por alguna razón, nos volvió locos. Se trataba de la opera prima de Aaron Woodley, un sobrino de Cronenberg. John Cale colaboraba en la banda sonora y su protagonista era Michael Pitt, que ese mismo año trabajó a las órdenes de Bertolucci en Soñadores, interpretando en ambas películas a un tipo que se pasa muchas horas en el cine. Es Rhinoceros Eyes una película ensimismada sobre el ensimismamiento, o sobre la búsqueda de válvulas de escape: Chep, que ya de por sí es un tío algo alelado, sale de la película que ha visto todavía en trance, auscultando las fachadas de las calles, buscando una ventana a través de la cual se vea a gente haciendo algo, una nueva pantalla en la que perderse. Habrá un momento en el que espiará la casa de la chica por la que se ha colgado, a la que a su vez veremos mirando por la ventana de una casa de muñecas en cuyo interior está maniobrando. Diez años después, Rhinoceros Eyes no me ha gustado tanto: la he encontrado una película desequilibrada, con ese arrojo característico de las primeras películas en las que los directores quieren probar cosas, sorprender, descolocar. Empieza siendo muy naíf, lánguida incluso, perezosa, para irse volviendo cada vez más surrealista y demente, dibujándonos en el rostro esa expresión que significa “¿pero qué diablos es esto?”. Pero esa progresión se produce de una forma algo esquizofrénica, a brotes, haciendo que cada escena sea más loca que la anterior. El detalle que me hizo más gracia fue el que los compañeros de Chep en la tienda donde vive y trabaja le llaman “idiot savant”, que literalmente significa sabio idiota. Se refieren, con sorna, a su incapacidad social y a su radical extrañamiento del mundo real. El término tiene también un significado médico, pero entendido en el contexto de la película, un contexto hoy muy vigente, podría extrapolarse en mayor o menor medida a muchas personas con las que tratamos, incluso a nosotros mismos en algún momento: gente preparada en mayor o menor medida, con algún que otro talento, a la que sin embargo se le cierran las puertas de una vida medianamente estable; Chep vive y trabaja en una tienda en la que no se llega a fin de mes y, por consiguiente, está a punto de cerrar. Cuando eso suceda, el destino del chico es cuanto menos incierto. Y sí, quizá no sea un lumbreras, pero lo que le ocurre nos ha ocurrido un poco a todos alguna vez: el sentir que el mundo exterior es por lo general inhóspito, que hay pocos refugios seguros y casi nada por lo que valga la pena vivir. El cine, los libros, la música, algunas personas y poco más. Aunque a mí no me importa deciros ahora que con eso, y con caminar hacia algún sitio, me vale.

Tony, de Gerard Johnson, salió a colación en la redacción del periódico que edita Sitges, donde trabajo, a raíz de la presencia, en la edición de este año, de Hyena, la segunda película de su director. Es curioso, porque no tengo recuerdos personales demasiado vívidos de ese año, aunque ahora, mirando en Google, veo que fue una cosecha bastante buena: estaban AmerEnter the void The house of the devil. Los problemas de Tony, el protagonista de la película homónima, son distintos de los de Chep, aunque ambos estén bastante desamparados. Tampoco se le conoce familia y vive en un austero e impersonal apartamento en algún lugar de Londres. Tony pasa los días deambulando por la capital británica, haciendo ver que busca trabajo, probando de vez en cuando a hablar con las personas, para ver si su conexión con el resto de seres humanos, su capacidad de empatía, que algún momento perdió del todo, emerge de nuevo. Tony pasea por Londres, pero en realidad podríamos decir que pasea por un espacio abstracto, desprovisto de todo sentido, limitado tan sólo por lo sólido, por las paredes, la gravedad y las personas. A las que, cuando le da por ahí, asesina con la más absoluta indiferencia. Nosotros nos empapamos más de Londres que él. Y esa desconexión del personaje interpretado con exquisito temple por Peter Ferdinando lo lleva a situaciones grotescas e incómodas, en las que nos reímos porque reírse se nos antoja más sano que confesar que nos daría un mal rollo increíble conocer a alguien así. A diferencia de Aaron Woodley, que parece buscar su razón de ser en un cierto descontrol, Johnson acota mucho más su procedimiento: quiere retratar el día a día de un psicópata, sin subrayados ni injerencias, y se aferra a ello con un rigor implacable que quizá le habría venido bien a Rhinoceros Eyes, aunque esta sea una película cuya apuesta principal consista en desfigurar de forma progresiva la frontera entre fantasía y realidad. En Tony, la frontera no existe, la realidad es eso mismo: una alucinación sucia y gris, en la que causar la muerte de otros seres humanos es una actividad cotidiana como tantas otras.

Le comentaba a Javi Camino, poco después de ver la película de Johnson, que era curioso el que, en tiempos de crisis y miseria, muchas películas pasadas y presentes parecen exudar esa inestabilidad de nuestro tiempo: que una de las escenas más hilarantes de Tony suceda en una oficina de empleo o que Rhinoceros Eyes termine con otro negocio que cierra, es como si nos estuvieran hablando del aquí y el ahora. Javi me contestó lo mismo que Jonas Govaerts, el director de la película Cub, cuando le pregunté si el que en varios de sus cortos aparecieran parejas que se llevan a matar reflejaba sus experiencias personales: me dijo que, sencillamente, las vidas de la gente que no tiene problemas no suelen ser interesantes a la hora de contar historias. Yo me pregunto si realmente existe la gente que no tiene problemas, y me respondo también: creo que, a menudo, tanto los problemas como la ausencia de los mismos son puros estados mentales. Vivir sin problemas es vivir sin el misterio de cómo se van a resolver y, a la larga, sin la intervención de eso que llamamos presagios, que tanto ensombrecen como iluminan desaforadamente, de forma cambiante, nuestro paso por el mundo. Las películas mismas deberían, si aspiran a ser algo más que un medicamento, constituir siempre un problema, o, si así suena mejor, un enigma.

La butaca como caricia, la butaca como diván

Os lo digo desde ya: os voy a torturar un poco con mis problemas. Dejadme que os torture, dejad que me exprese. Es una mierda, pero últimamente las películas que me dan ganas de escribir suelen ser aquellas que, por una u otra razón, me molestan. Me fuerzan a irme mentalmente a salones de té en los que todo es viscoso, las paredes, las tazas, las personas, las conversaciones, y allí trato de escribir garabatos en los muros, pero los muros engullen la punta de mi lápiz y no digamos ya lo que hacen con la sangre o los fluidos, líquidos estos que se han adherido a las superficies del lugar, barnizándolas pero impidiendo que uno apoye sus extremidades en ellas sin sentir y lamentar un profundo desagrado. Ellos llevan guantes y zapatillas hechas con bolsas de la compra, pero yo me resisto a semejante cosa, aunque quizá no es tan grave, según como lo mires. El caso es que el primer carácter del título de la última película escrita y dirigida por Jon Favreau es una almohadilla y eso es una tontería y un signo de los tiempos, pero no puedo evitarlo, también me irrita. Ya he decidido que la película, en general, me irrita, aunque #Chef no pretende irritar a nadie, todo lo contrario, más bien pretende acariciarte, lograr que te fundas en simbiosis con la butaca casi como si hubieras tomado éxtasis, y te regocijes como un gato feliz de lo maja que es. Porque lo es, joder, en realidad es maja. 7,8 en IMDB.

La película trata sobre un padre y un hijo. También trata sobre cocina y redes sociales, o como mínimo esos dos ítems podrían ser utilizados como keywords para indexarla en buscadores de películas en la Red. Vida y miserias del verbo tratar en el siglo XXI. Pero durante el visionado de la misma me estuve preguntando sobre por qué a alguien podía interesarle rodar semejante nadería, más allá de los motivos estrictamente pecuniarios, y terminé escogiendo la respuesta que me hacía sentir mejor: quizá Favreau, padre de tres hijos, quería volcar en el filme la experiencia de compaginar el ser padre con ser también un atribulado cineasta que no tiene tiempo para su familia, como le ocurre al cocinero protagonista. Y hay momentos, fugaces y difíciles de aislar de la masa amorfa e indolora que es el filme, en los que asoma cierta honestidad e incluso algo de ingenio y de experiencia vivida transferida a la pantalla. El problema es que #Chef, y valga el símil oportunista, tiene la consistencia y el sabor de uno de esos platos envasados que puedes adquirir en cualquier franquicia de platos precocinados: comible, incluso honrado, presentado con decoro, pero carente de nada demasiado parecido a un alma. Y estoy en una época de mi vida en la que no me sirven esas cosas, no me sirve aquello que no aporta ni propone ni arde en la retina, no me sirven las imágenes que no estallan en mil direcciones ni agitan ni conmueven, y en el caso de la película de Favreau esto de las imágenes es un decir, porque imágenes, de las de verdad, apenas hay. Puedo decir que sonreí durante un pequeño interludio musical, en el que una versión de “Sexual healing” de Marvin Gaye (la selección de canciones quizá sea de lo mejor de la peli) ameniza el estado de distensión y felicidad que viven tres de los personajes principales. Luego está el apreciable personaje de Sofia Vergara, cuya empatía hacia los demás acaba logrando que sientas simpatía por ella, y hay alguna que otra escena resuelta con gracia, pero todos los hallazgos de guión se diluyen en un conciliador final feliz que lo deja todo atado y bien atado, lastrando la efectividad de algunas situaciones que funcionaban mejor como sugerencia.

Me atormentan los productos culturales inofensivamente inteligentes, aunque de vez en cuando los consuma. Me hacen sentir que estoy perdiendo el tiempo, me llevan a embarazosos salones de té donde la gente sonríe por defecto y tuitea cosas ocurrentes con algún que otro error gramatical, como el que vimos y comentamos a la salida de la película, que decía algo así como que Jon Favreau demuestra no sé qué más allá de las películas de superhéroes. Una frase que, cambiándole el nombre y los complementos, vamos a leer infinidad de veces a lo largo de nuestra vida de lectores de textos sobre cine. Y no creáis que no soy consciente que esto mismo que estoy escribiendo también podría ser una plantilla, un tipo predefinido de respuesta a esas películas decentes y a los tuits molestos y ocurrentes que generan. Y luego, otra cosa que me eriza a la piel y me genera escozor en los bajos, como si de repente la persona inútil que soy empezara a coger conciencia de las cosas que hace y se autodespreciara patéticamente, es el hecho de que, cuando escribes sobre una peli y te pagan, o no te pagan pero es un medio digamos convencional, se supone que lo que tienes que entregar es un todo que equivalga a la película y del que se desprenda que la viste con suma atención y que estás perfectamente capacitado para emitir un juicio objetivo y racional que le describirá la película, la experiencia de la película, al lector y este se hará una idea, no sé si me explico. Pero a veces puedes dormirte, o aburrirte y pensar en otras cosas o estar viviendo circunstancias personales que te impiden concentrarte o sentir que la peli te importa un carajo y, sin embargo, al final lo que ve la luz es un texto perfectamente formateado y acabado. Si los autores de la obra reseñada están en un círculo de amigos que se roza ni que sea cada dos semanas con el tuyo, quizá incluso te sientas proclive a ser condescendiente y a adjetivar profusamente para maquillar tu disgusto o, aún peor, tu indiferencia. La generación de contenidos pulcramente acabados no puede detenerse y tú consentiste en ser parte del asunto y aquí estás, escribiendo sobre una película por la que cobrarás dos duros y algo dentro de ti te dice que no acabas de ser honesto, que te pierde el estilo, que te conformas con escribir tres párrafos que tengan sentido, que encajen en la página y en la publicación, y te dices que por esta vez no pasa nada, que la próxima saldrá mejor. Pero no les dirás a tus lectores que ya han pasado dos semanas desde que viste la película y que ya apenas la recuerdas, y que, por consiguiente, el texto será una impresión borrosa de la misma.

De #Chef me quedaré con un hermoso malentendido telefónico que quedaba bastante bien hasta que el final se lo carga un poco, y con un instante de intimidad algo escatológico que Favreau filma con franqueza y sin subrayar que está haciendo un chiste guarro, limitándose a mostrar la divertida camaradería que se ha establecido entre los personajes. Es una escena bonita, pero que queda como si hubiera una especie de obligación contractual de incluir al menos un gag de genitales y, ¡tachán!, ahí la tenéis. Eso en las películas de Adam Sandler no pasa, porque los gags escatológicos son parte armónica y orgánica del conjunto, señas de una identidad insobornable. Y me voy a sentir incluso mal, ahora que me dispongo a sellar este texto, por haberme puesto así con una comedia tan bienintencionada e idónea para las tardes tontas de los domingos. Bueno, espero no haberos dado mucho la lata, me voy a seguir intentando vivir en la ilusión de ser “alguien buscando reflexivamente la verdad en vez de ensuciarse la frente con escupitajos mientras parlotea en tono grandilocuente”.

La llama

louie

El otro día tuve un sueño de lo más absurdo. En el fragmento que recuerdo, que es el que acabó por despertarme, mi madre había soñado con un lama tibetano. Y nos lo estaba contando, a mí y a mi padre, que estábamos con ella en una especie de habitación de hotel, para que tratáramos de desvelar su sentido oculto. A mí, de repente, me embargaba la hilaridad y empezaba a gritar a los cuatro vientos que había que merodear alrededor de las palabras y desmontarlas, que probablemente el lama era sólo una máscara, una pantalla, y que lo que se agazapaba ahí detrás era una llama. Ese animal de la familia de los camélidos. Me hacía tanta gracia semejante ocurrencia que no podía dejar de intentar convencer a mis padres, y parecía que la vida me fuera en ello, o que la voz se me escapara a bordo de un bocadillo de cómic o de un conglomerado invisible de aire, por lo que hablaba y hablaba excitadísimo. De repente me hallaba tumbado boca abajo en la cama, en calzoncillos, aun tratando de defender mi teoría, y mi padre cogía un periódico enrollado y empezaba a golpearme furiosamente el culo con él, quizá para que dejara de boicotear la espiritualidad del sueño de mi madre, secuestrando al lama y poniendo en su lugar a un vulgar mamífero.

Me desperté y fui a mear. Cuando volví a entrar en la habitación, estaba desvelado y me sentía ridículo. Acababa de tener un sueño muy ridículo, no ya por lo que ocurría en él sino por el franco tono de comedia estúpida que tenía la escena. Esa tarde había visto Zohan, licencia para peinar, y juzgué evidente que se me había contagiado algo de la descomunal y gloriosa fuerza vitriólica que emana de sus imágenes. En realidad, creo que llegué a ese razonamiento por la mañana. Lo que hice a las cinco de la madrugada, al volver del baño, fue pensar en cierta persona y en que, de haber estado ella allí, a la mañana siguiente le habría contado mi sueño y ella se habría reído conmigo, o de mí, o las dos cosas.

Pero mis pensamientos fueron a darse de bruces contra la serie Louie y contra el aterrado rostro de Jane, su hija pequeña, la boca y los ojos repentinamente abiertos a la oscuridad, en el inquietante plano que abre “Elevator: Part 1”. Ese episodio de la recién terminada cuarta temporada inicia un arco argumental, de entrada muy desconcertante, que se prolongará a lo largo de los siguientes cinco capítulos. Jane acaba de despertarse de un mal sueño y durante un buen rato sostendrá que sigue en él, como si estuvieran todos metidos en una especie de sueño colectivo, poniendo de los nervios a su consternado padre. Luego el capítulo tomará otros derroteros, con un ascensor estropeado y una mujer húngara que, oh Dios, también está durmiendo, probablemente soñando, pero yo no me podía quitar de la cabeza los gritos de pánico de Jane con los que arrancaba el episodio, y su teoría del sueño. Conforme fui viendo los episodios siguientes, se me ocurrió que quizá todos ellos eran puro tejido onírico, una inverosímil historia de amor ocurriendo en el interior de la cabeza del bueno de Louie; de hecho, durante esos cinco episodios un huracán amenaza seriamente con engullir la ciudad de Nueva York, casi como si todo el extraño asunto fuera un prólogo al fin del mundo. Todo acabará volverá a la normalidad y Louie se quejará de que los despertares de este tipo de sueños sean siempre tan duros, y un señor juicioso le hará recoger una muestra de mierda de perro y le reñirá seriamente por no saber valorar el haber tenido un sueño maravilloso, en la que es una de las mejores conversaciones de esta temporada de la serie.

Más adelante, mediante un flashback que se prolongará a lo largo de dos episodios, Louie rememora su época de fumeta y hay un momento en que un chaval le pregunta a un profesor de ciencias si los pedos que nos tiramos en sueños nos los tiramos también en la realidad. Eso me hizo volver por un momento a la conjetura onírica y me hizo pensar también que yo nunca me he tirado un pedo en un sueño. Y eso que me tiro muchos en la vida real. Soñar se parece a recordar: en ambas operaciones, nuestro cerebro trabaja con materiales almacenados dentro de él para dar forma a historias, ya sea reconstruyendo o evocando el pasado, en el caso del recuerdo, o dejando aflorar el subconsciente en el caso del sueño. A veces no recordamos los sueños; a veces cincelamos los recuerdos como si fueran sueños, o pesadillas, según el caso.

Antes de volver a intentar a dormir comprobé con horror y vergüenza que las dos conversaciones con actualizaciones por leer que tenía en Whatsapp tenían que ver con series de televisión. Me acosté envidiando a las llamas que tienen ante ellas nada más que las franjas del desierto y del cielo atravesadas por la línea del horizonte. Esta noche me acostaré habiendo terminado la cuarta temporada de Louie y contando ya los días para que vuelva a seguir recordándonos que toda esta movida que tanto nos gusta y tanto nos disgusta alternativamente podría muy bien ser el sueño de una niña a la que jamás conoceremos pero a la que no estaría de más alegrarle el día. No lo es, esto no es un sueño, vale, ya lo sé, pero podría serlo. Mira las estrellas y calla. Seamos felices, joder.

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