Con mi visita de ayer a la Catedral de Sevilla, ya son 33 las catedrales españolas y europeas en las que he logrado eyacular. Las catedrales siempre me han inspirado. Las catedrales y los edificios en general, las grandes construcciones arquitectónicas. Si el arte es, de algún modo, una forma ‘creativa’ de masturbación, la arquitectura sería la más salomónica y ambiciosa de las pajas. Siempre me fascinaron relatos como En la noche de los tiempos de Lovecraft, con su hipnótica descripción de las estancias donde moran los Antiguos, o El continuo de Gernsback de William Gibson, una rayada sobre la arquitectura fascista. Admito sentir sana envidia de aquellos que son capaces de imaginar y proyectar templos y grandes edificios.
Pero, por encima de todo, siento que la furia debe ser inherente a todo sentimiento, y un buen día decidí que ya basta de andar pavoneándose por ahí mirando los retablos. Ya basta de decencia impostada; era hora de pasar a la acción y dejar constancia de cuán inspiradoras –y peligrosas- pueden ser las grandes bóvedas y las cristaleras de colores para las mentes sensibles.
Os seré franco. No soy un superhéroe. He experimentado con varios modus operandi, pero las más de las veces acabo meneándomela discretamente por debajo del chándal, un chándal que ya se ha convertido en todo un uniforme. No siempre me corro a la primera, a veces se me pone fláccida y tengo que esperar, y unas cuantas veces me frustré y entré hasta dos o tres veces, en días consecutivos, hasta conseguir el ansiado líquido bautismal.
No me fue mal en Sevilla, porque fue una de esas veces en las que logré convencer a una tipa para que ejerciera la labor de prensar el miembro y extraer la leche. Siempre busco un perfil así alternativo, camisetas de grupos de música o pelis, pinta jipi o punki, gente que no se pueda escandalizar; hay que tener cuidado con las europeas que, según de donde vengan, son bastante modositas. En este caso concreto, tras reclutar a la chica e inspeccionar el edificio, pensé que el mejor sitio para el asunto era en alguno de los ventanales enrejados que hay en el largo pasillo escalonado que sube a la Giralda. Escogí uno de los que daba a la calle, y decidimos que yo me pondría frente a la ventana, de espaldas al pasillo, y ella delante de mí. Si lo hacíamos rápido, haciendo ver que nos estábamos liando mientras ella le daba brío, nadie tenía por qué vernos, es de mala educación curiosear junto a una parejita que se está besando. Y así fue. En realidad, la cosa nos coincidió con una expedición de esas de niños de EGB. Hubo uno que se asomó y, según mi circunstancial amiga, miró donde no tenía que mirar.
Yo no lo oí, pero también me dijo que el chaval corrió tras su grupo de amigos y gritó: “¡le estaba haciendo una paja!”. Tuvimos suerte porque debió ser uno de esos niños sobrados de imaginación a los que nadie hace caso. Quizá acertó a decir algo, pero nadie vino a comprobarlo. Al menos mientras permanecimos allí.
Ser eyaculador precoz a veces tiene sus ventajas. No me cuesta lanzar el rayo. Cuando me estaba llegando, le hice a la chica un gesto con la mano para que se apartara y me dejara contemplar la vista de la ciudad en el momento preciso, y el estallido se desparramó contra la ventana, dejando algo de savia en la reja. Enfundé rápido, con la punta aún chorreante, y subimos hacia arriba. Una vez allí, en el punto más alto, le pregunté a un guía hacia dónde quedaba Triana, por decir algo. Luego bajamos tranquilamente, no sin reparar en la mancha por el camino (ahí seguía) y nos fuimos. Le dije a la chica si quería venir a mi hotel un rato, pero puso pies en polvorosa.
Lo gracioso es que, las veces que se lo he propuesto a chicas, luego o antes tomamos algo, y siempre me empiezan con el rollo de que está bien, que es una crítica al catolicismo, que si performances, y yo siempre les digo que me la suda el catolicismo, que Jesús no está entre mis enemigos predilectos, que simplemente lo hago porque me da la gana.
Una vez me siguió un señor, en Toulouse, y le convencí para que me pajeara en la catedral. Le compré unos guantes de esos de lavar los platos. Esa fue de las veces que temí acabar en la cárcel y saliendo en los periódicos. Hecho el trabajo, empecé a correr y, como él no corría tanto como yo, le di esquinazo.
En Braga me pillaron in fraganti. Recuerdo que me saqué la mano de los bajos e intenté poner paz, le ofrecí la mano al tipo que me decía que me fuera. Le dije que lo sentía y tal, que era sin acritud, pero me echó de mala gana con unos improperios que debían ser la versión portuguesa del “a escupir a la calle”.
Alguna vez he intentado follar, sí, pero nunca lo he conseguido. Una vez lo intenté en unos bancos, durante una misa que tenía absorto a todo el mundo, y en una posición muy incómoda, pero ni yo ni aquella chica bajita de la falda de cuadros escocesa éramos contorsionistas, por no decir que yo soy directamente inepto. Se sentó encima de mí y intentamos ver como se podía hacer, por donde entraría y tal, pero lo dejamos por demasiado complicado.