«Nada es absolutamente de esa forma»

No tengo intención alguna de hablar de lo que ha pasado y sigue pasando en Madrid, en su Ayuntamiento de Madrid —y no solo allí, estas cosas ya han pasado antes y van a seguir pasando. Es decir, me parece una locura, por muchas razones, y tengo opiniones al respecto, creo que algo fundadas. Fundadas, quizá, en lo que suele fundamentar mis cosas, mis actos y mis pensamientos: la duda. El pensar que tanto puedo estar en lo cierto como estarla cagando a lo grande. Pero diré que Guillermo Zapata cuenta con todo mi apoyo. Y también lo tiene Rita Maestre, otra edil de Ahora Madrid, a quien parece que ahora le piden un año de cárcel por no sé qué ofensa religiosa. Pero ya se ha escrito y dicho bastante al respecto, y no creo que las letras que yo pudiera juntar, desde mi humilde butaca giratoria, añadieran gran cosa al asunto.

Lo que ocurre es que todo esto, que es un poco de ciencia-ficción, reconozcámoslo, me ha recordado un texto que leí hace tiempo y me pareció muy lúcido y acertado e incluso hermoso y aplicable a tantas otras cosas. Era una especie de epílogo jocoso a la novela de Philip J. Farmer, «La imagen de la bestia» (1968), una fantasía pulp loquísima cuyas dos entregas deben figurar, con toda seguridad, entre lo más bizarro y peculiar que ha publicado la editorial Anagrama. El epílogo, o post-scriptum, lo firma el también escritor Theodore Sturgeon, y voy a consignar a continuación la parte del mismo que encontré más significativa. Para los fetichistas de la página impresa y los que quieran leerlo todo, adjunto también las páginas del libro, escaneadas. Es un texto más sentido y visceral que de razonamientos en frío, es, al fin y al cabo, Sturgeon homenajeando a Farmer, pero también es un texto sobre la intolerancia y la estrechez de miras y el ser estúpido o no serlo y, qué diablos, me apetece compartirlo aquí y ahora.

Mirando la Wikipedia me he topado con algo que llaman la Ley de Sturgeon y también me ha gustado: «Nothing is always absolutely so» (Nada es absolutamente de esa forma).

Habla, pues, a partir de ahora, el señor Sturgeon:

«Existe un vasto número de personas honestamente simples que pueden, sin ninguna duda, definir:

la pornografía

la ciencia-ficción

Dios

el comunismo

el bien

la libertad

el mal

la paz honorable

la libertad

la obscenidad

la ley y el orden

el amor

y pensar, y actuar, y legislar, y en ocasiones llevar a la hoguera, en­carcelar y matar sobre la base de sus propias definiciones. Estos son los Etiquetadores, y son, sin excepción alguna, la fuerza más letal y destructiva con la que jamás se haya enfrentado especie algu­na sobre este planeta o cualquier otro, y voy a explicarles con sen­cillez y claridad el porqué.

La verdad pura y simple no es fácil de encontrar. Virtualmente todo aquello que tiene apariencia de verdad es susceptible de ser puesto en duda y modificado. «El agua corre colina abajo.» ¿A qué temperatura? ¿Dónde? ¿En una cápsula Apolo o en el extremo de entrada de un sifón? «Las faldas son para las muchachas.» ¿Le gus­taría a usted hacer frente a un batallón de la Black Watch con sus kilts o a una compañía de los rudos evzones griegos (llevan hasta puntillas en sus faldas)? «E=MC2», según palabras de la ebúrnea deidad de lo relativo, Albert Einstein, «puede ser, al fin y al cabo, tan sólo un fenómeno local».

La letalidad destructiva inherente al Etiquetaje, surge del hecho de que el Etiquetador, sin excepción alguna, prescinde de la más básica de las características del universo —el devenir—: es decir, el flujo y el cambio. Si se detiene a pensar (cosa que no entra dentro de sus hábitos), el Etiquetador se ve obligado a admitir que las rocas y las montañas cambian, que los planetas y las estrellas cambian, y que no se han detenido como consecuencia del fenómeno puramente local, e infinitesimalmente pequeño, de que él esté aplicando una Etiqueta en este lugar, en este momento del tiempo.

El devenir resulta más evidente en aquello que llamamos vida que en cualquier otra área. No basta decir que las perspectivas cambian; se debe ir más allá y afirmar que la vida es cambio. Aque­llo que no cambia es una aberración respecto a las leyes más básicas del universo; aquello que no cambia no está vivo, y en presencia de aquello que no cambia, la vida no puede existir.

Es debido a esto que el Etiquetador resulta letal. El es la mano muerta, suya es la orden ¡Deteneos!, él es el amigo de la muerte, el enemigo de la vida. No siente deseos, no puede enfrentarse a las cosas como realmente son: móviles, fluidas, cambiantes; desea que se detengan.

¿Por qué?

Creo que obedece a un deseo perfectamente normal de seguridad. Quiere sentirse seguro. No se da cuenta de que ha confundido la esta­bilidad con el estatismo. Tan sólo si todo se detuviera, tan sólo si el hoy y el mañana fueran exactamente iguales al ayer (jamás escruta de forma realmente cuidadosa el ayer, ¿comprenden?, de forma que cree que ayer todo estaba inmóvil y en paz y conforme a la ley, lo que obviamente es falso) podría sentirse realmente seguro. No se da cuenta de que se ha vuelto contra la vida y a favor de la muerte, que está inmerso, de hecho, en una especie de suicidio, tanto para sí mismo como para su especie. No se da cuenta de que, en el san­tuario de la iglesia de su elección, cualquier mañana de domingo (o sábado) podrá ver a respetables matronas enfundadas en vestidos que hubieran estado prohibidos no sólo en las calles sino incluso en las playas, en un período que aún pueden recordar los feligreses de más edad. Ha olvidado que, hace tan sólo unos pocos años, algo semejante a un terremoto cultural arrolló a la especie humana, porque Clark Gable, interpretando a Rhett Butler, dijo «Maldición» en una película. Ignora toda evidencia, toda verdad, su tarea es Etiquetar; y es absolutamente letal, de modo que ¡ojo con él!«.

Y esto será todo por hoy. Buenas noches.

Ah, y los enlaces a las páginas escaneadas:

Pág 1

Pág 2

Pág 3

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